El pasillo de Wenger

Arsène Wenger había pedido a los aficionados gunners que respetaran el pasillo de sus jugadores al campeón Manchester United. Pero el trago fue demasiado duro para los hinchas que hicieron notar sus abucheos. También para los que llegaron premeditadamente tarde al estadio. Y para los pocos que prefirieron dar la espalda a una escena que representaba la constatación de una dura realidad: el Arsenal es un proyecto desilusionante sometido a una inevitable fuga de estrellas.

Samir Nasri se proclamó campeón de la Premier la temporada pasada y Cesc Fàbregas va camino de saborear su primera Liga. Ayer, Robin Van Persie fue el último futbolista en desfilar en la guardia de honor, como si hubiera preferido retardar la agonía de una grada que hace un año coreaba su nombre. Caminó cabizbajo, casi por inercia, entre los aplausos de sus ex compañeros, evitando un contacto visual que les recordara sus propias desdichas. Los visitantes del Manchester United hurgaron aún más en la herida gritando el nombre del holandés, héroe del alirón con un soberbio hat-trick hace una semana.

Los aficionados cañoneros no tardaron en lanzar reproches a Van Persie nada más tocar el balón. Al menos se permitieron el consuelo de ver a su antigua perla holandesa errar en un pase en el medio campo y originar la jugada que acabó con el gol de Theo Walcott en el segundo minuto del partido.

La alegría apenas se prolongó hasta el filo del descanso, cuando Van Persie cayó derribado en el área por Sagna y ejecutó el penalti con frialdad clínica. No celebró el gol, como manda la tradición, y su gesto imperturbable contrastó con el enfado monumental de los hinchas del Arsenal, golpeados de la manera más cruel en su particular amargura.

Arsène Wenger justificaba días atrás la marcha Van Persie comparándolo con una mujer de 39 años desesperada por concebir a su primer hijo. Curiosa manera de evadir su responsabilidad en haber abortado la motivación de sus futbolistas durante ocho temporadas de sequía.